Por: Prof. Yudith C. Cordero P. y Lcdo. Ernesto J. Torrealba R. CNP - 19.200
En una aldea enclavada entre montañas y ríos, vivía Lía, una joven cuya vida era un constante correr. Desde que amanecía, su día se llenaba de tareas: recoger agua del río, cuidar el huerto, y ayudar en la tienda de su familia. Sin embargo, por más que lo intentara, nunca se sentía suficiente. Cada noche, caía exhausta, con la sensación de que algo faltaba, un vacío que ni todo el trabajo del mundo podía llenar.
Una tarde, mientras recogía leña en el bosque, Lía se encontró con un anciano sentado bajo un árbol. No hacía nada, solo miraba el cielo, como si el tiempo no existiera. Intrigada, se acercó.
—¿Por qué estás aquí sin hacer nada? —preguntó, sin disimular su curiosidad.
El anciano sonrió, sin apartar la mirada de las hojas que danzaban con el viento.
—¿Quién dice que no hago nada? Estoy escuchando.
Lía frunció el ceño.
—¿Escuchando qué?
El anciano giró la cabeza hacia ella, sus ojos llenos de una calma que Lía nunca había visto.
—El susurro del viento, el latido de mi corazón, y, a veces, mi propia alma.
Confundida, Lía se sentó junto a él.
—¿Y eso para qué sirve? —preguntó.
El anciano tomó una hoja seca del suelo y la sostuvo frente a ella.
—El mundo es como esta hoja: siempre en movimiento, siempre cambiando. Pero en la quietud, Lía, puedes ver lo que realmente importa. En la quietud, aprendes a escuchar no con los oídos, sino con el corazón. ¿Has probado alguna vez detenerte, aunque sea por un momento?
Lía negó con la cabeza.
—No tengo tiempo para detenerme. Hay mucho que hacer.
El anciano sonrió, como si hubiese esperado esa respuesta.
—Es curioso cómo decimos no tener tiempo para la quietud, pero sí para la preocupación, el miedo y el agotamiento. ¿Qué pasaría si te regalaras cinco minutos, solo cinco, para estar contigo misma?
Lía pensó en ello esa noche, mientras el cansancio volvía a envolverla. ¿Podría realmente algo tan sencillo como detenerse hacer alguna diferencia?
A la mañana siguiente, antes de que el sol iluminara completamente el cielo, decidió intentarlo. Encontró un rincón tranquilo cerca del río, cerró los ojos y respiró. Al principio, su mente era un torbellino de pensamientos, pero poco a poco, el silencio comenzó a envolverla. Sintió el aire fresco en su rostro, el sonido del agua fluyendo, y, por primera vez en mucho tiempo, la paz.
Cuando abrió los ojos, el día parecía diferente. El cielo era más azul, el aire más ligero, y el trabajo, menos pesado. No era que las tareas hubieran desaparecido, sino que su corazón estaba más ligero.
A partir de ese día, Lía adoptó la práctica de esos cinco minutos de quietud. No cambiaron el mundo, pero cambiaron cómo ella lo veía. En la quietud, encontró respuestas que nunca había buscado y una fuerza que no sabía que tenía.
Muchos años después, cuando los niños de la aldea le preguntaban el secreto de su serenidad, ella respondía con una sonrisa:
—Cada día, el viento nos susurra lecciones. Pero sólo quienes se detienen a escuchar pueden aprenderlas.
Porque, en la simplicidad de un momento de quietud, Lía había descubierto que el bienestar no era algo que se buscara afuera, sino algo que se cultivaba adentro. Y ese, entendió, era el regalo más grande que podía darse a sí misma.
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