Por: Prof. Yudith C. Cordero P. y Lcdo. Ernesto J. Torrealba R. CNP - 19.200
Aymon, el maestro, estaba sentado bajo la sombra de un viejo árbol en la plaza del pueblo, rodeado de algunos de sus aprendices. Hablaba pausadamente sobre la paz y el propósito cuando un hombre se acercó a él, y sin decir palabra, lo escupió en la cara. Con una calma que desconcertó a todos, Aymon limpió su rostro, miró al hombre, y le dijo:
—¿Y ahora, qué deseas expresar?
El hombre, sorprendido por aquella pregunta, retrocedió un paso. Había esperado cualquier reacción, menos esa. Antes, cuando había insultado a otros, habían respondido con furia, o lo habían enfrentado en silencio, pero nadie le había preguntado qué quería expresar. La respuesta de Aymon era algo que nunca había experimentado.
Los discípulos, sin embargo, no se mantuvieron tan serenos. Entre ellos, Enzo, el aprendiz más cercano a Aymon, se levantó indignado.
—¡Esto no puede quedar así, maestro! —exclamó con furia—. Este hombre merece una lección. Si dejamos que se vaya sin castigo, mañana otros podrían hacer lo mismo. Debemos proteger su dignidad.
Aymon lo miró, y en su mirada había una mezcla de paciencia y firmeza.
—Enzo, guarda silencio. Este hombre no me ha ofendido; simplemente ha reaccionado a una idea que tiene de mí. No es a mí a quien escupió, sino a su propia idea, a lo que representa su mente. En realidad, no me conoce. Solo ha escupido una imagen que él mismo ha creado.
Los discípulos escuchaban, desconcertados. El maestro continuó:
—Lo que acaba de suceder es una manera de comunicación, aunque poco usual. Cuando una emoción es demasiado intensa, el lenguaje a veces resulta inútil. En momentos de profundo amor o de ira, las palabras no alcanzan, y buscamos expresar lo que sentimos a través de nuestros actos. Este hombre no tiene palabras para su ira, pero su gesto lo dice todo. ¿Qué culpa tiene él de que el lenguaje sea a veces insuficiente?
El hombre, confundido y sintiéndose descubierto, se marchó. Al regresar a su hogar, encontró que no podía dormir. Durante toda la noche recordó la mirada serena de Aymon y sus palabras, que resonaban como un eco en su mente. No comprendía cómo alguien podía recibir un insulto tan humillante sin enfurecerse, sin responder o, al menos, mostrar desprecio. Esa noche, su mente no halló descanso; cada rincón de su ser se retorcía entre el desconcierto y una extraña sensación de respeto. Nunca había conocido a alguien así. Todo lo que había creído sobre la naturaleza humana se derrumbaba ante la figura de Aymon.
A la mañana siguiente, abrumado por la vergüenza y una sensación de respeto, regresó a la plaza donde Aymon se encontraba de nuevo rodeado de sus aprendices. Sin decir nada, el hombre se acercó y se arrodilló a sus pies. Aymon, que lo observaba, volvió a pronunciar las mismas palabras:
—¿Y ahora, qué deseas expresar?
Esta vez, el hombre levantó la vista y dijo con voz temblorosa:
—Perdóname por lo que hice ayer. No entiendo qué me llevó a actuar así.
Aymon sonrió, y en su rostro se reflejaba una profunda compasión.
—¿Perdonarte? Pero no tengo de qué hacerlo, porque el hombre al que escupiste ayer ya no está aquí. Cada día somos nuevos, como el río que fluye y nunca es el mismo. Yo me parezco a quien fui ayer, pero hoy soy un hombre diferente, alguien que no guarda rencor. No hay en mí odio hacia ti, solo paz.
Aymon extendió una mano hacia el hombre, como si buscara que lo mirara más de cerca.
—Y tú tampoco eres el mismo —continuó el maestro—. El hombre que ayer estaba lleno de ira, hoy se arrodilla con humildad. Ambos hemos cambiado en estas veinticuatro horas. Así que, ¿por qué deberíamos quedarnos atrapados en el pasado? Ese hombre que escupió y el hombre al que escupieron ya no existen. Ven, levantémonos, hablemos de otra cosa.
Enzo, que había observado la escena en silencio, comprendió en ese momento la verdadera esencia de la enseñanza de Aymon. No se trataba solo de responder con calma ante una crisis; era la capacidad de mirar más allá de las palabras, de los actos, y ver el alma de cada persona, su historia, sus emociones profundas, y responder no con lo que exige la situación, sino con lo que exige el corazón.
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