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Enzo en el retiro de Vepassana |
Por: Prof. Yudith C. Cordero P. y Lcdo. Ernesto J. Torrealba R. CNP - 19.200
En un rincón olvidado del mundo, donde los árboles eran testigos del fluir del tiempo y el aire cargaba la quietud de lo eterno, Aymón, conocido como el Maestro, por quienes lo seguían, invitó a su aprendiz Enzo a un retiro de Vipassana. No habría palabras durante diez días, ni miradas compartidas, ni distracciones del exterior. Solo el silencio y la promesa de enfrentarse a uno mismo.
—El verdadero viaje no es hacia fuera, Enzo —dijo Aymón antes de que comenzaran—. Es hacia el centro de tu propio ser.
Con esa frase resonando en su mente, Enzo dio su primer paso hacia un sendero de autodescubrimiento que jamás olvidaría.
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Día 1: La Respiración como Guía
El primer día comenzó con un silencio profundo y una comida sencilla: un plato de arroz blanco, lentejas condimentadas suavemente y un poco de verduras al vapor. “Comida suficiente para el cuerpo, pero no para alimentar los excesos”, pensó Enzo mientras comía despacio. Aymón le había advertido que la práctica no solo requeriría disciplina mental, sino también física.
Al sentarse a meditar después de comer, Enzo enfrentó su primera tormenta interna. Su mente estaba llena de pensamientos como hojas arrastradas por el viento. "¿Qué hago aquí?", se preguntaba. Pero recordó las palabras de Aymón: "No necesitas detener tus pensamientos, solo obsérvalos."
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Días 2-3: El Observador y la Simpleza
Conforme avanzaban los días, Enzo comenzó a notar pequeños cambios. El acto de comer, que antes hacía de manera automática, se convirtió en una meditación en sí mismo. Cada mañana, les servían papilla (ganchas) de avena tibia con frutos secos, acompañadas de una taza de té. Al mediodía, disfrutaban de un guiso ligero de verduras con un pedazo de pan. Por la noche, solo se les ofrecía un caldo claro, para mantener el cuerpo liviano y facilitar la meditación nocturna.
Al principio, Enzo sintió hambre al llegar la noche. Su cuerpo estaba acostumbrado a grandes cenas. Pero pronto entendió que incluso la comida era parte de la práctica. Cada bocado debía ser saboreado con atención, cada textura y sabor explorados sin prisa. "La comida no es solo para el cuerpo, sino también para aquietar la mente", había dicho Aymón, y Enzo empezaba a entenderlo.
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Día 4: La Esencia de Vipassana
En el cuarto día, Aymón introdujo a Enzo en el corazón de la práctica de Vipassana: la observación de las sensaciones sin reaccionar.
—Todo lo que sientes, Enzo, ya sea placer o dolor, es pasajero. Observa sin aferrarte ni rechazar. Esa es la puerta hacia la libertad.
La comida de ese día fue especialmente simple: arroz integral, garbanzos y un poco de cúrcuma para darle color. Mientras comía, Enzo notó cómo su mente trataba de quejarse: “Esto necesita más sal” o “¿Por qué siempre lo mismo?”. Pero recordó las enseñanzas de Aymón y, en lugar de ceder al impulso de descontento, observó esas sensaciones como quien observa una nube pasar.
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Días 5-7: El Fuego Interno
Durante estos días, la comida se convirtió en un refugio momentáneo del caos interno. Por las mañanas, se servían frutas frescas: rodajas de mango, trozos de lechozas (papaya) y un poco de yogur natural. Al mediodía, un curry suave con guisantes y zanahorias llenaba los estómagos cansados. Pero Enzo no podía evitar notar cómo cada sabor despertaba memorias: una comida familiar, una tarde con amigos, una sensación de hogar.
Durante la meditación, esas memorias se transformaban en emociones crudas: añoranza, tristeza, nostalgia. Fue entonces cuando Aymón le habló:
—La comida, como todo lo demás, también es transitoria. No es el sabor lo que perdura, sino lo que decides conservar de la experiencia.
Enzo tomó esas palabras y comenzó a comer con un propósito diferente. No buscaba placer, sino gratitud. Cada plato era suficiente, cada bocado, un recordatorio de estar presente.
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Días 8-9: La Flor de la Aceptación
Los últimos días del retiro trajeron consigo una paz inesperada. Incluso la comida, que al principio parecía demasiado simple, se convirtió en un regalo. El arroz ya no era "solo arroz"; era el resultado del trabajo de alguien más, un milagro de la tierra. Las verduras no eran "insípidas"; eran el alimento perfecto para un cuerpo que buscaba equilibrio.
Enzo empezó a notar que, cuanto más aceptaba la comida tal como era, más pleno se sentía. Dejó de extrañar los sabores intensos y comenzó a disfrutar la pureza de cada plato.
Una tarde, después de una comida ligera de sopa de auyama (calabaza) y pan integral, Aymón le preguntó:
—¿Qué has aprendido en estos días?
Enzo cerró los ojos un momento antes de responder:
—Que todo pasa, maestro. El hambre, el dolor, incluso el placer… Todo cambia. Y que no necesito más de lo que tengo frente a mí para estar en paz.
Aymón sonrió.
—Esa es la verdadera abundancia, Enzo: estar satisfecho con lo que ya tienes.
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Día 10: La Sabiduría del Silencio
En el último día, el desayuno consistió en un plato de papilla (ganchas) de arroz dulce con canela, un pequeño gesto de celebración tras el retiro. Mientras saboreaba cada bocado, Enzo comprendió que el viaje de los últimos diez días no era un final, sino un comienzo.
Aymón lo miró con serenidad.
—Ahora sabes, Enzo, que la comida, el silencio y las emociones son maestros que nunca dejan de enseñar. Has aprendido a escuchar. El verdadero Vipassana no está aquí, en el bosque, sino en el ruido de la vida cotidiana.
Al regresar al pueblo, Enzo sabía que la práctica apenas comenzaba. La comida sencilla, el silencio y la observación de sus emociones se convertirían en parte de su día a día. Y con cada plato de arroz, cada respiro y cada instante, recordaría que la verdadera sabiduría nace de aceptar la vida tal como es.
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