En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivía Monía, una mujer conocida por su carácter firme y su devota fe cristiana. Era miembro activo de la iglesia, donde ocupaba la primera fila todos los sábados, cantando himnos con una voz que resonaba más fuerte que cualquier otra. Su Biblia, siempre impecablemente subrayada, era el símbolo de su aparente compromiso con los valores que predicaba. Pero Monía también era conocida por algo más: su tendencia a indignarse ferozmente cuando creía que alguien la trataba de manera injusta.
Si alguien no devolvía un saludo o no cumplía con lo que ella consideraba correcto, su enojo era inmediato y ruidoso. "¿Dónde está la rectitud en este mundo?", preguntaba con fervor, usando su fe como estandarte para exigir justicia. Sin embargo, la misma Monía no sentía la menor duda al tomar ventaja de los demás cuando la oportunidad se presentaba.
Un día, en el mercado del pueblo, regateó con vehemencia a una anciana vendedora de frutas, argumentando que los precios eran un abuso. Al final, obtuvo un descuento considerable. Horas después, en el culto de la tarde, predicó sobre la importancia de "amar al prójimo como a uno mismo". Nadie lo cuestionó, porque Monía siempre hablaba con una seguridad que intimidaba.
Un Encuentro Inesperado
Una noche, mientras regresaba a casa bajo la tenue luz de la luna, Monía encontró a una mujer sentada junto al camino. Era una figura extraña, vestida con ropas sencillas, pero con una presencia que parecía envolver el aire en un misterioso silencio.
—Buenas noches, hermana —dijo la mujer con una voz serena.
—Buenas noches —respondió Monía, con cierta desconfianza
—. ¿Qué haces aquí tan tarde?
La mujer sonrió.
—Estoy aquí para hablar contigo, Monía. He escuchado tus himnos, he visto tus acciones, y he sentido tu corazón. Quiero contarte una historia.
—¿Una historia? ¿Sobre qué?
La mujer la miró profundamente, como si pudiera ver más allá de sus ojos.
—Sobre una mujer llamada Monía.
El Espejo
—Había una vez —comenzó la mujer—, una mujer que llevaba el nombre de Monía. Creía firmemente en la justicia, pero solo cuando era ella la que sentía el peso de la injusticia. En su corazón, construyó una torre donde se sentaba como juez, evaluando a los demás, pero cegada a sus propias acciones.
Monía sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—No entiendo qué tiene que ver esto conmigo.
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Monía en el espejo |
La mujer se inclinó hacia Monía, su voz ahora un susurro que parecía llenar el espacio entre ellas.
—¿Sabes lo que vio?
Monía negó con la cabeza, sin palabras.
—Vio que su nombre no era un accidente. "Monía" reflejaba el estado de su espíritu. Aislada, no porque el mundo le hubiera fallado, sino porque su propia incapacidad de amar realmente la mantenía apartada. Sus himnos eran fuertes, pero su corazón estaba callado. Sus palabras eran rectas, pero sus actos torcían el camino.
La Revelación
Monía intentó responder, pero las palabras se le atoraron en la garganta. Era como si la mujer hubiera desenterrado una verdad que siempre había intentado ocultar, incluso de sí misma.
—¿Quién eres? —preguntó finalmente, con un hilo de voz.
La mujer sonrió, sus ojos brillando con una luz que no era de este mundo.
—Soy una mensajera, Monía. No vengo a juzgarte, sino a invitarte a mirar dentro de ti misma. Tu religión, tus himnos, no son un escudo para justificar tus acciones. Son un camino para transformar tu corazón. Pero para caminarlo, necesitas sinceridad, humildad y amor, no solo para los demás, sino también para ti misma.
Entonces, la mujer se levantó, y antes de desaparecer en la noche, dejó unas palabras que resonaron como un eco:
—Recuerda, Monía, no hay mayor injusticia que negarse a ser honesto con uno mismo.
La Transformación
Esa noche, Monía no pudo dormir. Las palabras de la mujer giraban en su mente como una tormenta. Al amanecer, se dirigió al mercado, y buscó a la anciana vendedora de frutas. Sin decir nada, dejó en su mesa el dinero que había regateado días atrás. Luego, caminó hacia la iglesia, pero no para cantar himnos, sino para sentarse en silencio, dejando que su corazón hablara por primera vez en años.
Desde entonces, Monía comenzó a vivir de manera diferente. No fue un cambio inmediato ni perfecto, pero cada día intentaba ser más consciente de sus acciones, buscando justicia no solo cuando la afectaba, sino también cuando ella era quien tenía el poder de darla.
Y aunque su nombre seguía siendo Monía, su espíritu ya no lo era. Había descubierto que el verdadero amor al prójimo comienza con el coraje de mirarse en el espejo y cambiar.
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